Guillermo Horacio De Sanctis promovió contra Ana María López de Herrera –docente y, por entonces, Secretaria General de la Unión de Docentes Agremiados Provinciales (UDAP)− una demanda por indemnización de daños y perjuicios. De Sanctis consideró que las declaraciones efectuadas por López de Herrera en diferentes medios de comunicación de la provincia de San Juan, en las que criticaba la propuesta del entonces gobernador provincial de designarlo en el cargo de Ministro de Educación local, resultaban lesivas de su honor y de su reputación personal.
La Corte Suprema de Justicia de la Nación, por mayoría conformada por los jueces Juan Carlos Maqueda, Ricardo Lorenzetti y Horacio Rosatti, confirmó la sentencia que hizo lugar al reclamo y condenó a la gremialista a resarcir el daño moral causado.
El Tribunal destacó el lugar preminente que la libertad de expresión ocupa en un régimen republicano y, a su vez, la importancia de preservar el derecho al honor, inherente a todo ser humano. En el análisis de las declaraciones efectuadas por López de Herrera, distinguió las expresiones que se vinculaban con la actuación de De Sanctis como funcionario público de aquellas que, fuera de dicho marco, hacían referencia a otros aspectos de la vida de aquél, lo calificaban como representante máximo de la violencia familiar y de las drogas, y como una persona golpeadora de su familia.
Respecto de las críticas al ejercicio de la función pública, la Corte Suprema consideró que se trataba de opiniones negativas que no superaban el nivel de tolerancia que es dable esperar de quien desempeña un cargo gubernamental cuando se lo cuestiona en su esfera de actuación pública. Por tal motivo, tales declaraciones no implicaban un exceso o abuso en el ejercicio de la libertad de expresión.
En cuanto a los juicios de valor relacionados con aspectos de la vida privada, el Tribunal sostuvo que excedían el marco de protección constitucional del derecho a la crítica, y correspondía salvaguardar el derecho al honor de De Sanctis.
Sobre este punto, el juez Maqueda señaló que el derecho a la reputación como parte integrante del derecho al respeto de la vida privada requería de una protección más amplia frente a declaraciones difamatorias. No puede exigirse a los funcionarios y personas públicas que soporten estoicamente cualquier afrenta a su honor sin poder reclamar la reparación del daño sufrido en uno de sus derechos personalísimos.
Agregó que López de Herrera, con conciencia de la entidad de los juicios de valor que estaba expresando, había utilizado expresiones que afectaron la imagen personal, el honor y la reputación de De Sanctis al identificarlo como un representante de la violencia de las drogas, de la violencia de género y de la violencia familiar. Tales términos excedían de una crítica dura o irritante y resultaban innecesarios a los efectos de opinar respecto del modo en que aquél desempeñaba la función pública o de su posible designación como ministro provincial.
Asimismo, señaló que por su carácter de Secretaria Gremial, López de Herrera no podía desconocer la importancia de sus dichos ni el impacto que iban a causar en el público, circunstancia que le exigía obrar con mayor prudencia y pleno conocimiento de las cosas. En consecuencia, consideró que frente a los términos utilizados por la gremialista, sin desconocer la importancia del derecho a crítica ejercido por aquella, correspondía proteger de manera efectiva el derecho al honor, a la honra y a la reputación que también constituye uno de los derechos propios de nuestro estado democrático.
El juez Lorenzetti, en su voto concurrente, indicó que las manifestaciones realizadas por la accionada, que incursionaron en otros aspectos de la vida del funcionario público al sugerir ser “un representante máximo de esta violencia” y “una persona golpeadora de su familia”, se trataban de graves imputaciones que debían ser consideradas como afirmaciones de hechos. En este orden de ideas, analizó la responsabilidad de la demandada por tales dichos a través del prisma de la doctrina de la “real malicia” y consideró acreditado que las graves imputaciones de conductas criminales fueron realizadas por la recurrente no solo con conciencia de su capacidad ofensiva sino, además, con una total despreocupación respecto de la falsedad de los hechos. Por otra parte, juzgó que las afirmaciones realizadas por la demandada tampoco podían encontrar justificación en las notas periodísticas mencionadas y que la falta de correlación entre el contenido de las imputaciones y la noticia publicada ponía en evidencia, cuanto menos, el notorio desinterés de la demandada sobre la información que estaba difundiendo públicamente a través de los medios de comunicación. Así pues, sentenció que las imputaciones declaradas por la demandada excedían los límites impuestos por la buena fe y traducían el propósito evidente de atribuir al actor -con absoluto menosprecio por la realidad de los hechos- la comisión lisa y llana de delitos dolosos, circunstancias que no surgían de las notas aludidas.
El juez Rosatti, en su voto también concurrente, señaló que la libertad de expresión manifestada como juicio crítico o de valor o como opinión goza de protección constitucional prevalente frente al derecho al honor y a la reputación personal en la medida que:
i) se inserte en una cuestión de relevancia o interés público;
ii) se refiera al desempeño público o a la conducta de un funcionario o figura pública en relación a su actividad pública;
iii) se utilicen frases, términos, voces o locuciones que
• guarden relación con la cuestión principal sobre la que se emite la expresión; y
• no excedan el nivel de tolerancia que es dable exigir a quienes voluntariamente se someten a un escrutinio riguroso sobre su comportamiento y actuación pública por parte de la sociedad;
iv) cuente, en su caso, con una base fáctica suficiente que permita dar sustento a la opinión o juicio crítico o de valor al que se halle estrechamente vinculada; y,
v) contribuya -o resulte necesaria- para la formación de una opinión pública libre, propia de una sociedad democrática.
En ese orden de ideas concluyó que las expresiones sobre los aspectos personales y familiares del actor no se ajustaron a las pautas mencionadas, puesto que carecían de vinculación directa con el fundamento cardinal del cuestionamiento al candidato a ocupar el Ministerio de Educación y, además, porque se trataban de expresiones que solo encuentran respaldo en una interpretación parcial sobre hechos cuya modalidad o efectiva ocurrencia no han quedado debidamente comprobados en el modo en que se presentan, o sobre los que no ha recaído una responsabilidad jurídica concreta, máxime cuando la demandada –por su condición de dirigente sindical- no podía desconocer la repercusión que sus dichos podrían suscitar en la consideración de los demás sobre la persona del actor.
Los jueces Carlos Rosenkrantz y Elena Highton de Nolasco, en disidencia, indicaron que las expresiones vertidas por la demandada se insertaban en el marco de un debate público que se generara en torno a la designación de De Sanctis como Ministro de Educación de la provincia de San Juan y a la reacción del gremio entonces conducido por la demandada frente a esa designación. Con cita de la jurisprudencia tradicional de la Corte respecto a la responsabilidad por la expresión de opiniones en materias de interés público afirmaron que, en este escenario, las expresiones no eran “estricta e indudablemente injuriantes”, tenían relación con las ideas u opiniones contenidas en ellas y no constituían insulto o vejación gratuita e injustificada. Sostuvieron que la expresión “representante máximo de esta violencia” se limitaba a manifestar un juicio de valor crítico respecto de las condiciones de De Sanctis para desempeñar el cargo de Ministro de Educación.
Por otra parte, precisaron que no cabía atribuirle a la demandada haber dicho que De Sanctis fuera “golpeador de su familia”, pues aquella se había limitado a sostener que el funcionario había sido destinatario de un escrache por parte de manifestantes que consideraban que era una persona golpeadora. Además, señalaron que no existían elementos que permitieran concluir que tal escrache no tuvo lugar, lo que descartaba la aplicación de la doctrina de la “real malicia” por ausencia de uno de sus presupuestos básicos: la falsedad. Por último, entendieron que aun en la hipótesis de que el escrache no hubiere ocurrido, no cabría responsabilizar a la demandada puesto que tampoco se había demostrado que sus afirmaciones hubiesen sido realizadas a sabiendas de su falsedad o con notoria despreocupación a su respecto.
Con tales consideraciones, concluyeron que los dichos de la demandada no excedían el marco constitucional que, a los efectos de promocionar un debate público robusto, protege la expresión de opiniones en materia de interés público y resolvieron revocar la sentencia apelada y rechazar la demanda de daños y perjuicios.